Cuando era niño había un solo TV blanco
y negro en el living conectado a una antena de aire que sólo los días de
humedad y algo de tormenta daba señal. Por un acuerdo tácito con mis padres, yo
aceptaba estoicamente “Grandes valores del tango” de un por entonces joven Silvio Soldán a
cambio de ver “Titanes en el ring”, espectáculo de lucha libre con personajes forjados
en la eterna dualidad del bien y el mal, tan entrañables como telúricos. Yo lloraba
cuando los malos golpeaban al payaso y mis padres me decían “Ahora viene lo
salva”. Y cuando todo parecía imposible…Llegaba Peuchelle y lo salvaba. Y uno dormía sonriendo…Hoy,
cuando han pasado más de 30 años, murió Rubén “El Ancho” Peuchelle.
A los ojos de hoy, donde
prevalecen los espectáculos multimedia y los maquillajes perfectos para
sugestionar a los chicos, aquellos personajes de cach conducidos por Martín
Karadajian serían tildados de bizarros y freacks.
La nueva industria de la lucha
libre instala en segundos productos de gimnasio asistidos por tecnología de punta
y marketing; las consolas de juego condecoran y exoneran héroes con rapidez
sideral; y las descargas de unos son pisadas por las del otro en millones de
PC. Sin embargo, pese a la sucesión de renovaciones de luchadores, los niños
conviven resignados con la asimilación del triunfo del mal. No hay héroe de
consola ni de Hollywood que tan sólo por momentos les haga soñar con otro mundo
posible; los medios en sus distintas vertientes y plataformas muestran
discriminación, egoísmo, pobreza moral y falta de solidaridad para lograr
triunfar a cualquier costo.
A principios de los 80 la TV apenas
empezaba a extenderse y la radio seguía invitando a la imaginación sin
defraudar. Los personajes de “Titanes en el ring” nacieron en esa época embrionaria
del medio. Atravesaban la cultura popular argentina en su sentido más profundo.
Encarnaron al payaso pobre de los circos; al inmigrante batallador y colérico
de Italia; al boliviano trabajador; al gitano embustero; y a enigmáticas y enmascaradas figuras que
anidaban en el pensamiento mágico pueblerino.
La batalla a representar en cada
combate era el mal acechando y el bien reparando; con la premisa de que no
debía haber muerte, pues el niño no debía trasuntar los caminos de lo
irremediable, que son propios de la adultez.
En los 90 los dibujos animados japoneses
introdujeron la muerte. Algo se quebró. La pérdida de un ser querido se cundió
como agua de inundación. Como si una nube tapara el sol de una época. El gris
de la injusticia cundió como frío. Lentamente, los titanes se desperdigaron.
Unos se fueron a circos, otros crearon la compañía “Lucha fuerte”, otros a
gimnasios y alguno en un geriátrico. Poco podían hacer esos caballeros de la
metáfora de un mundo ideal ante uno real signado por el absurdo y el dolor.
En tiempos de Internet y varios
televisores a color por casa, las familias ya no negocian los programas;
directamente se separan para consumir lo que a cada uno le plazca. Tal vez por
esa desunión y por la que se ve afuera no están en pantalla los gladiadores de
antaño. Cedieron el lugar a caricaturas fugaces de valores difusos. Pero el
trono está vacante. Algún día reclamarán el cinturón.
Desde algún lugar entrenan los titanes para rescatar el mundo. Si cerrando los ojos se puede escuchar el castigar de los cuerpos sobre la lona y la tensión de las cuerdas del ring al levantarse. Haciendo de las suyas. Haciendo justicia. Porque la muerte es absurda.
Desde algún lugar entrenan los titanes para rescatar el mundo. Si cerrando los ojos se puede escuchar el castigar de los cuerpos sobre la lona y la tensión de las cuerdas del ring al levantarse. Haciendo de las suyas. Haciendo justicia. Porque la muerte es absurda.